Bernabé, Bernabé
Una tardecita, la perra parió seis cachorros. Al mes, el capataz examinó a los machos uno por uno –eran tres- y apartó al más lindo.
“Manuel –le dijo al gurí- tomá a los otros bichos y enterralos en una bolsa.”
Hasta ese momento, el gurí no se había imaginado capaz de desobedecer una orden del viejo: “No, señor”, se oyó decir.
Don Laudelino carraspeó, escupió el suelo, secó la tierra con la punta de su alta bota y dijo: “Andá ahora mismo a buscar una bolsa y una pala.”
Cuando Manuel volvió con ellas, la Suerte estaba atada a un árbol y los cinco cachorros mordisqueaban un trozo de achura que les había tirado el capataz. El machito escogido gemía y llorisqueaba en una mano del viejo, desesperado porque se lo estaba privando participar en el festín. La Suerte, mansa como siempre, todavía no ladraba: estaba inquieta, no sabía lo que ocurría.
Don Laudelino ordenó: “Meté los bichos en la bolsa”.
Manuel obedeció; los últimos dos cachorros, avispados por lo que les sucedió a los primeros, dieron bastante trabajo. Uno de ellos rumbeó hacia la madre, que ya ladraba desesperada, pero el capataz lo atajó de un puntapié que lo atontó. El gurí, más que atraparlo, lo recogió del pasto.
¡Bernabé, Bernabé! (fragmento) de Tomás de Mattos